El Art Brut de la niña que subió cantando una escalera y no sabemos cómo bajó.
El Art Brut no es un ungüento que se aplica para la fiebre o el dolor de espalda, tampoco es la fórmula mágica que devuelve la naturalidad perdida al arte, ni las gafas que usan algunos dementes para ver mejor la realidad.
El Art Brut no es un proceso terapéutico, ni la mirada inocente de algunos elegidos y, tampoco, es el arte generado por personas con ciertas deficiencias psíquicas o físicas, como se ha difundido erróneamente en algunos medios.
Quizá lo que define el Art Brut es la intención, motivada por una profunda necesidad, de preparar el ungüento, el proceso que se sigue para crear la formula y el modo de ponerse esas gafas.
Dubuffet escribe en la primavera de 1945: “Una canción que grita una niña al subir la escalera me conmueve más que una brillante cantata. Cada uno, su gusto. Yo amo lo poco. Amo también lo embrionario, lo mal trabajado, lo imperfecto, lo mezclado”.
El embrión es el organismo en desarrollo, pero también el principio incipiente de una cosa. No posee la brillantez y el esplendor del cuerpo acabado; pero sí esconde la inmediatez y la expresividad de aquello que se está generando en la oscuridad del hueco.
Por este motivo, la canción que grita una niña mientras sube una escalera seduce, conmueve y provoca una reacción epidérmica de todos los sentidos.
El Art Brut es esa canción.
El Art Brut está en la acción de artistas como Judith Scott y de su sombrero que va cambiando aleatoriamente de aspecto, de forma e incluso de color; o en las construcciones de Karl Hendrickson que se prolongan a lo largo del tiempo y de sus miembros atrofiados, y que van definiendo los límites de su mundo particular.
El Art Brut nos habla de cómo esa niña subía la escalera, sus movimientos y el tono de su voz. El lugar al cual se dirigía, carece de importancia.
Porque el espacio verdaderamente relevante en este tipo de arte es la escalera, es el campo de juego, es el proceso.
Mar Lozano
(con una escalera debajo del brazo)